Participo en una adaptación teatral de La metamorfosis. Se hace en el comedor de una casa y sólo hay una
persona de público. Los actores somos una mujer de mediana edad, notablemente
fea, y yo. Interpretamos el papel de los habitantes de esa casa. Empieza la
obra. Llaman a la puerta y aparece un hombre alto y delgado, con aspecto enfermizo.
Por un momento me salgo de mi papel y digo: ‘No… Tenía que ser un insecto’,
pues, hasta donde yo recuerdo, en aquel momento tenía que hacer aparición la
cucaracha gigante. Los actores no me hacen caso, la escena sigue. El hombre nos
enseña dos móviles, vemos fotos antiguas de él: era un torero ‘olímpico’ muy
reconocido y ahora es una nulidad. Se entiende que esa es su cualidad de
insecto humano. Se sienta en el sofá, abatido. Nos explica sus penas, nosotros
intentamos consolarlo. Yo sigo esperando que en algún momento se opere la
transformación; pero rápido, porque sé que la obra es muy corta.