Debo seguir a un desconocido por el campo. De una forma vaga somos
enemigos y él sabe que lo acecho. Lo sigo a poca distancia, sin prisa, hasta
una suave pendiente que se adentra en un bosque. Bajo tras él y lo encuentro
sumergido hasta la cabeza en arenas movedizas. Me mira aterrado, con la boca
abierta, pero no grita ni me pide ayuda. Por algún impulso misterioso decido
que ya no me interesa, así que avanzo hacia una zona del bosque que se
convierte en pantano, caminando sin que las arenas tengan efecto sobre mí. Voy
por unas aguas hundido hasta la cintura y aparezco en un puerto. El impulso me
dirige hacia un enorme barco anclado en el muelle, hacia el cual otras personas
caminan también, sumisamente. Una vez dentro, me reúno con ellos en una sala
oscura con grandes ventanales que dan al mar, que pasa veloz como si ya estuviéramos
en movimiento. Las personas en la sala son japoneses; entiendo que forman una
especie de secta cuyo fin es sólo mirar el mar en silencio hasta morir. Una de
ellas, quizás recién iniciada, comenta impropiamente que antes o después
veremos tierra. Le digo que, para esta gente, esto equivaldría a una herejía.
No me entiende.
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