Estoy en casa de
mis abuelos. La última habitación del piso, que de pequeño era la de los
juguetes, está llena de arena, en permanente oscuridad. Como tengo el firme
deseo de desaparecer totalmente, según me voy repitiendo, sé que debo ir allí.
Abro la puerta y entro en la arena negra. Me voy moviendo y, a pesar de que la habitación conserva sus
dimensiones normales, no soy capaz de dar con las paredes. Siento un poco de
vértigo y frío en los pies, hasta que por un escrúpulo indefinido (un recado
pendiente, miedo a perderme en el infinito) decido salir de la habitación.
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